Alicia cerró la puerta, en el fondo siempre supo que nadie llegaría, nadie celebraría ni se despediría. Alicia cerró la puerta y pensó en Rebeca.
Obscurecía o oscurecía, las campanadas ya no sonaban. Alicia miró el pastillero de Rebeca, como una niña puso atención sobre cada uno de los caramelos quienes amistosos y suicidas se posaban en los pequeños compartimentos de un objeto de plástico cristal. Volvió al living, saco cuentas nuevamente, pensó en la muerte otra vez, acarició el ataúd como la caricia de una araña sobre la piel. Suena el citófono y Alicia no sabe si contestar, se deja caer sobre un sillón y una lágrima zigzaguea sobre su rostro, cuando contesta ya no hay nadie, Alicia mira por el ojo mágico, afuera solo queda el color de la calle.
El ataúd esta sellado, Alicia aún puede recordar el pelo de Rebeca, el aroma de su ropa cuando llegaba del trabajo y se abrazaban como niñas, las madrugadas y los amaneceres
Le apenaba saber que nadie vendría, que pese a todo nadie se acordaba de Rebeca, miró las tazas sobre la mesa del comedor, se acercó a servirse un café, dudó sobre poner música mientras revolvía el azúcar. Se acercó al pastillero que estaba sobre el ataúd, cada píldora venía con una cruz incrustada, cada cápsula con un color artificial.
Del otro lado del ataúd Rebeca pensó en Alicia, en como su llanto se agitaba igual que el día de su nacimiento.
sábado, 4 de abril de 2009
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